Cómodamente sentado en su sillón, Luis escuchaba a través de sus auriculares el Mesías de Haendel. A pesar de todas las veces que había oído aquella obra maestra, no se cansaba de hacerlo. Era fantástico, e incluso había momentos en que entraba en un clímax difícilmente superable. Con la cabeza seguía el ritmo de aquel “Aleluya” tan imponente y con los ojos cerrados se le abría la puerta de otro mundo. ¡De pronto unas manos taparon su boca! Y sin tener tiempo para reaccionar, un pañuelo apretó su cuello cada vez más. Los auriculares cayeron y aquel “Aleluya” siguió sonado y sonando, continuando un lamento que durará toda la eternidad.
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