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lunes, 16 de febrero de 2009

CARTA AL MÚSICO DEL LAÚD

Me ha costado, pero al final me he decidido a escribirte estas letras; no he podido acercarme a ti en ningún momento y después me he enterado que te han llevado al frente. De hecho, esto es lo
que me ha impulsado a dar este paso, y así no dejar que mis sentimientos quedaran solamente en mi corazón. Desde que te vi con tus compañeros en las fiestas del pueblo, tocando tu laúd, quedé impresionada por las notas que eras capaz de extraer de aquel instrumento. Tu música me hacía vibrar, era maravillosa; igual que tus gestos, y sobre todo tu mirada. Sí, tu mirada fue lo que me hipnotizó; aunque debido a la mala suerte no me fue posible hablar contigo. Ese día no tuviste ni un respiro; sólo estabas pendiente de tu orquesta y de que no le faltara la música a toda aquella gente. En esos instantes, ellos sólo pensaban en divertirse, porque todo volvería a la realidad cuando la fiesta acabara, a la cruel realidad. La guerra, la horrorosa guerra continuaba y cada vez necesitaban más hombres, así es que el pueblo se iba quedando desierto. Al final sólo habrá mujeres y niños, y no se sabe cuántos volverán de los que se hayan ido.

Espero que te llegue mi carta y te ayude a seguir adelante, para que pienses en tu pronto regreso y nos deleites con aquel sonido fantástico que sale de tu laúd. Y deseo que entonces aparques un poco tu instrumento, o bien se lo dejes a un compañero, para que podamos bailar. Mientras tanto, yo esperaré con ansiedad tu respuesta; que no me importará si es algo triste, lo primordial es que me llegue y yo te escriba de nuevo. Sí, ya sé que apenas me conoces de vista, y que lo más seguro es que nuca te fijaras en mí; pero eso no importa porque sé que pronto nos conoceremos y hablaremos de música y de tantas otras cosas.

Ansiando tu respuesta, se despide tu admiradora; quizá algún día algo más...

Con cariño, María

martes, 3 de febrero de 2009

¡UNA ANTIGUEDAD!

Carmen era una mujer fuerte, siempre había sacado su familia adelante cosiendo. Aquella máquina de coser aguantaba, vaya si aguantaba, a pesar de tanto trote. Una época bastante triste, justo acabada la guerra, en la que no se daban las condiciones adecuadas para que una familia pobre se ganara bien la vida. Era necesario trabajar mucho y eso es lo hacía Carmen, con dos hijos pequeños que no entendían lo que ocurría y solamente querían comer.

Aquella máquina era como una amiga para ella. Su rueda tenía un tacto tan suave que, cuando pasaba su mano sobre ella, sentía algo especial. Llevaban tantos años juntas que si alguna vez se estropeaba parecía que le cortasen un brazo; hasta que no se la arreglaban no se quedaba tranquila. Siempre que daba las primeras puntadas, un cosquilleo subía por su estómago, que no se le pasaba hasta acabar la primera pieza; no lo podía evitar.

Ahora su hija conservaba aquella máquina, y cada vez que la miraba se acordaba de su madre, cuando cosía pantalones y se pasaba horas y horas sin levantar apenas la cabeza. Fueron esos años de tanto trabajo que le produjeron aquellos dolores terribles de espalda que más tarde desembocarían en su muerte. Le traía tantos recuerdos, con su forma estilizada, su brillantez, que más que un instrumento práctico parecía una auténtica obra de arte. Y así la contemplaba, conservando una parte de su madre reflejada en ella, que perduraría toda la eternidad.