Lurdes a veces pensaba como podía sentirse tan sola, no lo entendía, tenía dos hijas;
pero ellas apenas venían a verla, como máximo la llamaban para ver como se
encontraba y de paso lavar sus conciencias; pero nada más. Desde que murió su
marido Eduardo, la soledad la había mermado físicamente y psicológicamente.
Eran tantos años juntos, tantas cosas vividas, y aunque de todo hay en la viña
del señor; parecía que los malos
momentos se hacían menos cuesta arriba acompañada. Ahora se encontraba en un
momento en que no sabía si tenía depresión
o tristeza, no le apetecía salir de casa. Su amiga Cristina venía a verla y le
insistía en que dieran un paseíto; pero la convencía, solo esperaba, ¿A qué o a quién? ¿A sus hijas? ¿A morirse? No
lo sabía ni ella. Esta soledad la hundía poco a poco y las palabras no le
servían para nada, no las escuchaba. Su amiga era totalmente el contrario, la
alegría personificada, y no se daba por vencida, no era ciega y se daba cuenta
que Lurdes estaba pasando un mal .momento. No quería meterse; pero más de una
vez le entraron ganas de llamar a sus hijas, la tenían abandonada. Ella, no la
dejaría sola.
Un día llamó al timbre y nadie
respondió, y así varios días, entonces decidió telefonear a las hijas. Cuando entraron en la casa, Lurdes
llevaba fallecida cuatro días. Las hijas lloraron mucho si, igual estaban arrepentidas
de no haber hecho más caso a su madre, de
no haberla escuchado. Ahora ya era tarde, demasiado tarde.
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