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jueves, 17 de septiembre de 2009

EL CARTEL


Después de unas semanas de sequía me he decidido a escribir este relato. El cartel es real, el año, así como el nombre de la actriz son fictícios. Hice este cuadro al final del curso escolar y inspirándome en él se me ocurrió el relato.

El CARTEL

—Es usted preciosa —le dijo un tipo a una señorita que tomaba café en la Rambla de Barcelona (concretamente el Café de la Ópera, enfrente justo del Liceo).

En esta época —1920— no se veía muy bien que una señorita estuviese sola en un bar; por eso Carmen decidió no contestar, pero el hombre insistió.

—Perdone, no es mi intención molestar, trabajo para la bebida Coca-cola, no sé si la ha oído usted.

—Sí, dicen que una señorita no debe probarla, porque contiene no sé qué sustancia.

—Bobadas, eso es la competencia, como no pueden hacer nada frente a nuestro éxito, nos intentan injuriar.

—Ya, bueno, ¿y yo, qué tengo que ver con eso?

—Sí me permite, se lo explico.

Aquel hombre —ni muy joven ni mayor, de una edad indefinida, podía rondar los treinta y cinco años; lucía el pelo engominado, con entradas que destapaban una frente despejada, bigote que se perfilaba por encima del labio, facciones angulosas que le hacían parecer mayor, camisa blanca y corbata negra, traje negro ajustado y zapatos negros resplandecientes— comenzó a comentar a aquella chica su misión.

—Mire, señorita, para promocionar su producto mi compañía se dedica a realizar una propaganda mediante carteles con personajes atractivos que tienen en su mano una botella de Coca-cola, o bien que se note que se sienten atraídos por ella. Hace un mes que estamos buscando una chica que de un aire sensual a nuestra bebida y que se parezca a una de las divinas de nuestro cine: Rita Heimburg. Usted es la única que cumple esa condición.

La joven, mirando a aquel individuo con cara de incredulidad, le respondió:

—No me diga que en toda América no ha encontrado nadie que se parezca a esa Rita. Además yo no soy una cualquiera, ¿qué diría mi familia?

—Perdone si se ha sentido ofendida; pero no se preocupe, su familia puede estar presente en todo momento, nada más tendrá que posar un par de sesiones, por supuesto con un vestido —un poco llamativo, eso sí—, aunque no se le verá nada. ¡Ah!, y tendrá una buena recompensa, trescientas pesetas y además el verse inmortalizada por todo el mundo.

La joven se quedó pensativa, una pequeña arruga en la frente aumentaba su belleza, su cara rosada formaba un óvalo perfecto y su pelo moreno lleno de ondas hechas perfectamente al agua; sus labios pintados de rojo realzaban su sensual forma carnosa. Si aceptaba, seguro que su vida cambiaría; pero estaba completamente convencida de que sus padres no lo aceptarían. Una serie de imágenes aparecieron delante de ella, recorriendo países y países, homenajeada por todo el mundo. De pronto, una voz la despertó de su sueño.

—¡Señorita, señorita!

—Sí, sí, ¡ay¡, disculpe, estaba distraída.

—Bien, ¿qué decide?

—Acepto —-dijo con voz temblorosa.

—No se arrepentirá —contestó el tipo con una sonrisa pícara, sintiéndose triunfante en su misión.

—¿Y qué es lo que tengo que hacer?

—Tendrá que acompañarme a casa del cartelista. Quedamos mañana a las cuatro de la tarde aquí mismo.

El hombre se despidió. Y allí quedó la chica, con sus pensamientos e ilusiones ante lo que le esperaba. Volvió a su casa; bueno, en realidad a casa de sus padres. Unos padres algo mayores para tener una hija tan joven; pero la naturaleza fue caprichosa con ellos, cuando ya no esperaban nada de nada, la casa se llenó de risas con el nacimiento de Carmen. No disponían de gran cosa, y ella ganaba más bien poco con su trabajo de modista. Cuando veía aquellas revistas llenas de modelos tan bien vestidas, soñaba con parecerse a ellas; y tal vez ahora por fin había llegado el momento. Sus padres podrían disfrutar de una buena casa y vivir más desahogados.

Al día siguiente volvió al café, allí esperaba aquel hombre. Se dirigieron Ramblas abajo a la calle Puertaferrisa, allí se encontraba el taller del pintor. Subieron y subieron escaleras hasta llegar al ático, donde la luminosidad era impresionante. Un hombre de unos veinticinco años, con el pelo revuelto, les abrió la puerta. Éste se quedó embobado al ver aquella joven tan guapa. El hombre que acompañaba a Carmen lo sacó de su ensimismamiento.

—Peter, le presento a Carmen.

—Hoola, encantado —dijo con voz temblorosa.

Le enseñó el estudio, por fin le indicó dónde iba a posar y el vestido que luciría. Ella no se había imaginado que sería llamativo. Era rojo escarlata, ceñido y sin tirantes; quedaba al descubierto parte del pecho y los hombros. Además, en las manos debía ponerse unos guantes del mismo color. En un primer momento le entraron ganas de correr; los dos hombres, desde luego se dieron cuenta.

—¿Qué le pasa, Carmen? ¿No se querrá echar atrás?

—No, no me pasa nada —dijo Carmen con voz entrecortada.

Poco a poco, detrás de un biombo se quitó la ropa y empezó a colocarse el vestido rojo escarlata. Cuando acabó, agarró los guantes y con suavidad los fue introduciendo en sus dedos y los deslizó hasta el codo. Una vez acabado el protocolo, se dirigió al lugar donde posaba. Una cortina granate de fondo, ella sentada en un taburete de madera, la cabeza ligeramente ladeada y en su mano izquierda una botella de Coca-cola.

—Bien, señorita Carmen, lo hace usted muy bien. La cabeza un poco más hacía atrás y sonríe un poco.

Al principio se encontraba cómoda; pero tras un par de horas ya no podía más. Empezó a sentir un dolor de cuello horroroso y la sonrisa de la boca le iba desapareciendo. El pintor lo notó rápido y, dirigiéndose a ella, le comentó.

—¿Está cansada?

—Un poco, sí.

—Aguante un poco más, que casi acabamos.

Cuando acabó la tercera hora se dio por finalizada la sesión. Era un poco tarde, así es que cuando llegó a casa se tuvo que inventar una excusa para tranquilizar a sus padres; dudó que la creyeran. Le hicieron prometer que no volvería a venir tarde.

Al día siguiente volvió a su definitiva y última sesión. Igual que el día anterior, más segura de sí misma, se colocó el vestido, los guantes y se dispuso a posar. Hoy recibiría su recompensa y nunca más vería a aquellos tipos, y más después de las miradas que le dirigía aquel pintor de mala muerte. Llevaba media hora cuando comenzaron a llamar a la puerta. El pintor, sorprendido, decidió no contestar; pero aquellos golpes apenas imperceptibles se convirtieron en grandes porrazos, que no paraban de sonar. Por fin abrió la puerta. Una pareja de señores mayores le miraban con cara de malas pulgas.

—¿Dónde está nuestra hija?

—¿Quiénes son ustedes? No tienen derecho a entrar en mi casa, llamaré a la policía.

Carmen salió de la estancia y, roja de vergüenza, se tuvo que enfrentar con sus padres.

—Mamá, papá ¿Qué hacéis aquí?

—¿Y tú? ¿Esto era a lo que te dedicabas? Vístete ahora mismo, desvergonzada.

—-No es lo que os imagináis, dejad que os lo explique.

—No hay explicación que valga, coge tus cosas

—Pero..

No la dejaron acabar, casi arrastrándola se la llevaron de allí.

—Mamá, papá, me han de pagar.

—Que se queden con su sucio dinero, mi hija no cobra por esto.

Pobre Carmen, no iba a cumplir su sueño; porque eso era lo que había sido todo, un sueño. A partir de ese día la acompañaban al trabajo y no la dejaron sola un instante.

Un día, de camino a su taller vieron una gran valla publicitaria; y... allí estaba, con aquel vestido

rojo escarlata y la botella de Coca-cola en la mano. La madre de Carmen lanzó un grito

horrorizada; pero la hija comenzó a reír con unas carcajadas que se oyeron por toda la manzana.

Parte de su sueño se había cumplido, a partir de ese momento sería para siempre inmortal.