El fiscal, encerrado en su
habitación, daba vueltas y más vueltas al mismo caso. Lo que había descubierto
era muy gordo y no podía quedar impune. Si o si, no sería un cobarde como
alguno de sus compañeros. Además no tenía nada que temer, estaba bien custodiado;
aunque si que le producía un poco miedo,
las amenazas hacia su hija. Este caso le tenía obsesionado, hasta la señora de
la limpieza le dijo que debería descansar, pero solo paró para escribir la
lista de la compra, la nevera estaba vacía y el lunes sin falta tendría que comprar.
De pronto, casi sin darse cuenta apareció una persona por detrás de él,
que lo llamó por su nombre. Nada más volverse una bala penetró por su sien,
dejándolo sin vida con la cabeza apoyada en el escritorio y un hilo de sangre
derramándose por su cara. La cara de sorpresa no desapareció ni después de
muerto.
Aquel individuo llevaba guantes,
cogió la pistola y la puso en la mano del fiscal simulando un suicidio. Había
sido bien fácil, aquel pasillo secreto y la complicidad de uno de sus guardias
hizo el resto.
Todo quedaba como hasta ahora, se murió el
perro y se acabó la rabia. Nadie denunciaría a nadie, fue simplemente un
malentendido por parte del fiscal.
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