¿Y QUIEN SE COMIÓ AL GATO?
Cada día siento más hambre y mi mamá me dice que no hay comida. Estoy harto de comer patatas y más patatas; a veces un poquito de arroz; pero poca cosa más. Tengo los pies magullados, el otro día mi mamá me compró unas albarcas y no me lo podía creer, no me acordaba de la última vez que vi cubiertos los pies, siempre llenos de cortes.
Cuando mi madre ve que me quejo mucho, siempre me envía a casa de Doña Dolores. Ella tiene un gato de pelo blanco precioso y suave, con el que me gusta mucho jugar porque se me olvidan todas las penas. Él se me sube en mi barriga -que más que barriga parece un pellejo, ¡maldito racionamiento!- y estoy muy agustito.
Ayer mi madre me dijo que fuera con mis hermanos a guardar cola, a ver si conseguía algo de comida; yo no confiaba mucho, porque más de una vez nos pasamos horas y horas y cuando nos toca ya no queda nada. Mi madre, la pobre, se recorre medio pueblo buscando alguna cosa para darnos de comer; aunque más de un día nos hemos acostado con la barriga vacía. La vecina tampoco tiene mucho que llevarse a la boca; sin embargo, un sobrino que trabaja en la Embajada Alemana le consigue algunos alimentos; y ella, que es muy buena, siempre nos reparte alguna cosa. Como somos tantos nos toca poco, ante el desespero de mi madre, que desde que murió nuestro padre en el frente no duerme pensando cómo alimentarnos.
Hoy he visto una sonrisa en la cara de mi madre, se le veía contenta. Nos ha dicho a mis hermanos y a mí que fuéramos a la cola; lo que me ha extrañado es que nos enviara a todos, y ha insistido mucho. Cuando hemos vuelto con las manos vacías, no ha puesto mala cara; al contrario, nos ha comentado que le han hecho un buen regalo y que hoy comeríamos bien. Desde luego que de la cocina llegaba un olor a guisado estupendo. Todos estábamos a la expectativa, ¿qué sería aquello tan bueno que nos había preparado? Cuando abrió la fuente, un aroma a carne inundó todo el comedor y uno a uno nos fue sirviendo en nuestro plato. No sé el tiempo que hacía que no comía carne. Mi madre nos comentó que un señor muy rico amigo de papá la encontró y le regaló un conejo. ¡Dios mío, qué bueno estaba! Disfruté como nunca había disfrutado comiendo, aunque sólo fuera por una vez..
Al cabo de varios días oí a doña Dolores llorar desconsoladamente, sin parar de repetir:
-¿Cascabel, por qué te has ido y me has dejado tan sola?
A mí me daba mucha pena. Nada más entrar en su casa, me sorprendió no encontrar al gato y le pregunté por él.
-¡Ay, hijo mío, el muy truhán se ha marchado. Después de todo lo que he hecho por él, y así me lo paga!
Me dijo que hacía dos días que desapareció y no sabía nada de él. Dos días, pensé, justo cuando comimos aquel plato de carne tan exquisito. No, no podía ser, mi madre no sería capaz de haber hecho eso -¿o tal vez sí?-. Mejor sería que la pobre doña Dolores siguiera pensando que Cascabel la había abandonado; porque si se enteraba que nos lo comimos dos días antes, nos dejaría de hablar. Poco a poco se le olvidaría y todos tan felices. ¡En fin!, ¿qué no haría una madre por sus hijos?