París por muchos llamada la ciudad de la luz, la ciudad del
amor, en fin una villa que no dejaba a nadie indiferente. Precisamente por eso
Juan decidió darle la sorpresa de su vida a Laura, su novia, comprándole un
billete para dos a París. Las cosas últimamente no iban muy bien en la pareja,
pequeñas desavenencias que les hacía dudar muchas veces de su amor.
Cogieron un vuelo directo de Barcelona a París y llegaron al
hotel sobre las siete de la tarde del sábado. Un sábado donde el calor casi se
podía cortar, no era normal en la capital de Francia. La habitación del hotel
era preciosa, con unas excelentes vistas a la torre Eiffel, Laura observaba;
pero no abría la boca hasta que Juan le dijo:
-
¿Te gusta?
Ella sin mucho entusiasmo le dijo: --Si claro.
De pronto Laura miró a Juan y le comentó: ¿que te parece si
cenamos en la Torre Eiffel?
Juan no se lo esperaba y solo pudo decir un tímido sí.
A las nueve se presentaron en la segunda planta de la torre
en el restaurante Jules Verne, de gran renombre y con unas increíbles vistas de
todo París. Cenaron grandes exquisiteces, vieron París a la luz de la luna, era
todo una visión. Se cogieron de las manos y Laura le dijo a Juan: ¡Je t’aime
Juan! Esa frase retumbó en la cabeza de Juan, sonaba poética y como nunca sintió
a Laura expresar sus sentimientos. Él solo alcanzó a decir: -Yo también a ti.
Pagaron la cuenta y cuando bajaban por la primera planta,
Laura había oído nombrar unos baños nuevos que inauguraron hacía poco, decían
que eran una preciosidad, y solo tenían
vigilancia cuando la masa turística era muy grande. Cogió a Juan de la mano y
lo introdujo en uno de esos baños, con las paredes de un rojo veneciano
precioso, aquello le atraía muchísimo. Casi sin pensarlo lo tiró hacia la pared
y en menos de un minuto estaban allí desnudos haciendo el amor desaforadamente,
como nunca lo hicieron, con la adrenalina subida pensando que alguien los podía cazar. Fue algo maravilloso, algo
tan diferente que abrió sus canales de energía al máximo y fueron los seres más
felices de la tierra.
Cuando acabaron, con sumo cuidado se vistieron y en silencio
salieron de aquel espacio tan singular, llegaron al hotel y nuevamente en la
cama repitieron acariciándose cada parte de su cuerpo hasta que poco a poco
llegaron a ese clímax tan deseado, y ya
exhaustos quedaron profundamente dormidos, con aquella frase resonando
en la cabeza de Juan: ¡Je t’aime!
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